En 1959 un joven evangelista entusiasta, vigoroso, pentecostal y de origen puertorriqueño, llamado Eugenio Jiménez, sintió que Dios lo enviaba a Bogotá, la ciudad capital de Colombia, para evangelizar allí.
Aunque apenas podía vislumbrar lo que allí ocurriría o el alcance de la oposición que enfrentaría, sintió el apremiante llamado de ir a Bogotá estando en Nueva York.
Al tomar un autobús en Nueva York, y tan pronto pagó su boleto, notó que todos los asientos estaban ocupados salvo uno, al cual se dirigió. Cuando vio el lugar vacío antes de sentarse, encontró una estampilla. La recogió, se sentó, y la miró. Era una estampilla de Colombia. Aquello lo consideró mucho más que una mera coincidencia. Parecía más un asiento reservado para él que le mostraba una confirmación más del llamado del Señor. De esa forma, solo por la fe y sin haberse comunicado previamente con alguien allí, se aventuró hacia Bogotá, Colombia.
En esta populosa ciudad no encontró una disposición especial para su misión de predicar el evangelio tipo campaña, como tampoco resistencia hacia ello por parte de otros misioneros a quienes indagó al respecto. Uno de ellos le dijo que debía conocer a una viuda llamada Ana Lowe, cuyo esposo había fallecido como mártir en esa ciudad. Le hicieron saber que ella tenía contactos claves en Bogotá, pues había servido un tiempo como secretaria de los misioneros en Bogotá, por lo que los conocía a todos. Más aún, el Señor le había permitido a ella conocer y ministrar de manera directa a altos funcionarios del gobierno del país.
Conociendo ya la dirección del pequeño apartamento de la señora Lowe en el corazón de la ciudad, el joven evangelista se dirigió allí, golpeó la puerta, y después de presentarse fue invitado a seguir.
El matrimonio Lowe había partido a Colombia a mediados de los años 30, así que ella había vivido allí 23 años ya, y rara vez había regresado a los Estados Unidos o a su nativa Baltimore. Anita Lowe era una misionera veterana y experimentada que conocía a fondo el estado espiritual de los colombianos. Y más allá de esto, era una osada guerrera para Cristo que había adquirido sabiduría mediante duras pruebas y dificultades.
Cuando Eugenio Jiménez le habló acerca de lo que se proponía hacer en la ciudad, la señora Lowe le respondió con franqueza “aquí no puedes hacer eso”, y en seguida le explicó que Colombia aun estaba muy cerrada espiritualmente y que este tipo de evangelismo había sido prohibido por decreto oficial merced de una alianza entre la iglesia católico-romana y el gobierno. Tras haberle comunicado esta realidad cruda y desalentadora, también dijo: “oremos”. En pocos minutos, toda esa óptica basada en el conocimiento directo y vivencial cambió por completo. La señora Lowe, que conocía el mover sobrenatural de Dios, oró pidiendo revelación, y entonces el Espíritu Santo le mostró con claridad que aquel era, en efecto, el tiempo para llevar a cabo esa clase de evangelismo en Bogotá.
La señora Lowe, siempre pronta a acatar la dirección del Señor para su vida, se dispuso de inmediato a hacer todo lo que estuviera a su alcance para lograr que este joven evangelista cumpliera su llamado sin importar cuán difícil pudiera parecer.
Los dos se volvieron un equipo al que se unieron otros en el camino. En especial, un hombre a quien la señora Lowe había ayudado y ofrecido su amistad, quien resultó ser un discreto colaborador en momentos críticos. Su gran aporte a esta empresa pentecostal fue el simple hecho de que vestía un traje negro y un collar de clérigo, algo legítimo dado que era sacerdote católico. No era colombiano sino húngaro, y había huido a Colombia con otros refugiados cuando el ejército soviético aplastó con sus tanques el intento del pueblo húngaro de librarse del yugo ruso. La señora Lowe había trabajado para ayudarles, al ver su gran necesidad como extranjeros en una ciudad cuyo idioma ignoraban en su mayoría. Gracias a esta experiencia, el sacerdote conocía y respetaba a la señora Lowe, y estuvo dispuesto a intervenir en ocasiones para ayudar a abrir paso al evangelismo público en esa ciudad.
Este hecho fue un toque maestro del Señor, ya que en ciertos momentos críticos y delicados de la preparación de la campaña fue de gran utilidad tener a un hombre con investidura religiosa y modales de sacerdote, quien iba a estaciones de policía y despachos oficiales hablando de manera cordial pero directa a favor del evento. Esto fue el fruto directo del trabajo previo de la señora Lowe en aquella ciudad, que ahora cosechaba el joven evangelista visitante.
A pesar de lo fuerte y decidida que fue la oposición religiosa a este evento, las congregaciones de creyentes se unieron para alquilar un gran escenario deportivo en cuya entrada desplegaron el anuncio «Jesús salva y sana».
Durante ese tiempo, Eugenio Jiménez fue perseguido en gran manera, y en ocasiones tuvo que esconderse en el maletero de un auto para que pudieran llevarlo al fin hasta el podio. Como era de constitución menuda, esto no resultó demasiado incómodo. De cuando en vez ni siquiera llegaba, pero su hermano, que también era evangelista pero no perseguido, se encargaba de predicar y hacer la invitación para recibir a Cristo.
En una noche, un saboteador logró cortar el fluido eléctrico del escenario deportivo, pero el Señor ya había dicho a su siervo «traigan una planta eléctrica esta noche». Así lo había hecho, y cuando quedó cortada la electricidad, se conectó y encendió el generador, y el sabotaje quedó superado.
A la luz de la historia de las misiones protestantes en Colombia, esto que ocurrió en Bogotá fue un milagro. La salvación personal que viene por recibir a Cristo directamente superó la religiosidad y los ritos, y la vida verdadera llegó así un gran número de colombianos.
Eugenio Jiménez, que había sido enviado a esta ciudad precisamente para esto, supo que sin la oración profética de la señora Lowe y su permanente colaboración para el logro de su objetivo, él no habría sido capaz de llevar a cabo una campaña tan multitudinaria en tan amplio escenario.
Este compañerismo fue tal, que una pequeña agencia misionera en Nueva Jersey que anhelaba la tardía pero segura cosecha de almas en centro y Suramérica, diseñó un plan ambicioso en metas pero escaso en presupuesto. El evangelista y la señora Lowe recibieron boletos de avión de ida y regreso de Nueva York a Caracas, la capital de Venezuela, y suficiente dinero para alimentación, hospedaje en hotel por tres días y noches, sin la posibilidad de más apoyo. Eso era todo lo que podían ofrecer. Su misión era hacer en Caracas lo mismo que habían hecho en Colombia.
Así pues, el equilibrado equipo conformado por el hombre joven y la viuda, se aventuró a viajar a esa ciudad por pura fe. Lo que allí ocurrió fue histórico, en una magnitud que excedió con creces lo que habían realizado en Colombia. Tal como los dos panes y los cinco peces alimentaron a miles de hambrientos, la pequeña inversión que la agencia misionera había hecho con la esperanza de llevar salvación al pueblo de Caracas se convirtió en un fenómeno de proporciones asombrosas.
Aunque el evangelista llegó a Caracas como un completo desconocido, pronto se haría famoso allí. La señora Lowe tenía unos cuantos amigos creyentes en la ciudad. Los primeros cristianos y ministros con quienes hablaron les dijeron que la suya era una buena visión, pero que “no era el tiempo” para una empresa semejante. Esta perla de sabiduría lugareña, una piedra en el camino de este par, estaba a punto de convertirse en polvo. Aquel comentario habría bastado para desanimarlos, si no fuera porque tenían muy presentes los vivos recuerdos de la campaña en Bogotá.
No era el tiempo de los hombres para el evangelismo allí, pero sí era el tiempo de Dios. Y el último prevaleció sobre el primero, que reflejaba una actitud basada en lo que habían experimentado como creyentes nacidos de nuevo en una cultura fuertemente católica.
Tuve el privilegio de conocer al evangelista la tarde misma en que él y la señora Lowe estaban a punto de tomar su vuelo de Nueva York a Caracas. En un escaso cuarto de hora, él causó una impresión tan fuerte en mí, que después de su partida yo dije para mí mismo: “Él hace a sus ministros llama de fuego” (Hebreos 1:7). Parece que en aquella época, en el momento de despertarse, al joven Jiménez lo consumía el anhelo de llevar las almas perdidas a Cristo (ver también Daniel 12:3). Y en la señora Lowe había encontrado una ayudante con la misma visión y celo.
Al ser invitado a predicar en varias iglesias en Caracas, Jiménez se ganó el favor de muchos y empezó a formar entre los creyentes una visión más osada con miras a una campaña de mayor alcance.
Recuerdo, porque es algo que nunca olvidaré, la pequeña reunión de oración en Manhattan cuando un creyente, que apenas se había enterado de esto, exclamó con asombro jubiloso:
“¡Consiguieron la plaza de toros!”
Si se tratara de un trabajo de fe equivalente en Nueva York, un prodigio similar se habría expresado de esta manera: “¡Consiguieron el estadio de béisbol!”
La plaza de toros de Caracas era grande y muy reciente. Puesto que era un lugar central de la vida pública de esa ciudad, constituía un punto de referencia para sus ciudadanos, en especial para los hombres.
Lo que sucedió en las semanas siguientes en aquella plaza de toros fue un fenómeno y un triunfo histórico tras el prolongado y pesado trabajo que los misioneros habían realizado para presentar la fe salvadora a quienes abundaban en prácticas religiosas pero carecían de espiritualidad verdadera.
La incursión en la plaza de toros en 1961 abrió una gran brecha en la pesada cortina espiritual que por tanto tiempo había envuelto a la población y había impedido su comprensión del verdadero fundamento de la salvación eterna.
Ese es el tema de este maravilloso compendio de periódicos y revistas, y de otros artículos y objetos que la señora Lowe recolectó y organizó en un álbum que ahora ha sido reproducido en este formato más definitivo.
Lo que atrajo a miles y miles de personas a la célebre plaza de toros fueron los milagros de sanidad que acompañaban la predicación de la Palabra de Dios de Eugenio Jiménez. No se trató de milagros reportados o de «milagros» orquestados de manera artificial que tristemente acompañan la obra de algunos evangelistas, sino sanidades que ocurrieron a muchos de forma repentina en una reunión tras otra.
El evangelista no oró mucho por individuos en particular. Oró por todos los que levantaban sus manos para señalar diversas necesidades físicas. Dios contestaba, y el señor Jiménez invitaba al podio a aquellos que recibían sanidad para contar lo que Dios había hecho por ellos. Por lo general, las personas que experimentan una liberación repentina no son tímidas para contar su experiencia, sino más bien ávidas y expresivas a la hora de hablar sobre el gran alivio que han experimentado, y para dar gracias a Dios con alabanza jubilosa.
Fue este aspecto de la campaña lo que la convirtió en un éxito público. La señora Lowe, consciente de que esto podría traer a un mayor número de personas a las reuniones, pidió a quienes eran sanados que escribieran brevemente sus testimonios sobre papel blanco y con rotuladores de punta gruesa. Les pidió que exhibieran estos afiches como carteles y que los llevaran a la plaza de toros desde sus casas invitando a otros a seguirles hasta allí.
Alarmada por el alcance que había logrado esta campaña donde por tanto tiempo había ocupado una posición religiosa dominante, la jerarquía católica respondió con una manifestación al aire libre, a la que miles acudieron.
Al día siguiente, además de los titulares de los periódicos que relataban «Más milagros en la plaza de toros» (o El Nuevo), aparecían también los que daban cuenta de las personas que se habían desmayado en aquella manifestación bajo el ardiente sol de la tarde.
Si bien la anterior campaña en Bogotá fue asombrosa, la de Caracas la superó con creces, lo cual evidenció que el equipo conformado por Jiménez y la sabia y perspicaz señora Lowe podía seguir erigiendo campañas en otras ciudades de Suramérica. Pero no fue así.
Puesto que él era claramente la figura central en estas campañas, pareció al joven evangelista que esto era suficiente y que, si bien había sido fundamental trabajar con la señora Lowe en Bogotá, y muy provechoso también en Caracas, sería innecesario continuar trabajando junto con ella después del increíble resultado obtenido allí.
Al parecer, aquel fue un mal cálculo, pues el hecho es que alrededor de trece años después de la histórica victoria en Caracas, el evangelista seguía distribuyendo materiales acerca de su campaña con el fin de despertar interés en su ministerio. Perdió la atención pública que había recibido allí, y a partir de entonces su ministerio se desarrolló principalmente en el anonimato.
Pero jamás podrá borrarse el hecho de que Eugenio Jiménez y la señora Ana Lowe fueron instrumentos de Dios, que llevaron un evangelismo ganador de almas al pueblo de Caracas que había estado cerrado a él, y que guiaron a miles al conocimiento salvador de Jesucristo.
Este álbum editado dice mucho de la historia pública de aquella asombrosa conquista para el Señor.