PAGINAS La Revista del Hogar 20 de Julio de 1961
Páginas 10-13, 68

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HERMANO JIMENEZ

…ellos esperan bajo la lluvia

La gente resfriada que ha ido últimamente al Nuevo Circo tiene un problema de conciencia: ¿Está resfriada por falta de fe? Para reivindicarse con el Señor ha vuelto la tarde siguiente. Pasó eso el sábado y domingo antepasado y la velada volvió a repetirse una vez más el miércoles. Desde temprano, los buses que pasan por el Nuevo Circo llegaron con pasajeros de todas las parroquias; los vendedores de naranjas peladas, parrillas y café hicieron buen negocio. Los más viejos llegaban más temprano para no quedarse sin asiento. Las puertas estaban abiertas de par en par como nunca se ha visto en las corridas. Los parlantes tocando baladas mientras hasta el redondel comenzaba a repletarse. Por las galerías no transitaban los vendedores de refrescos sino mujeres y hombres con un trapito rojo prendido en el brazo. Eran los pastores de las diversas iglesias evangelistas de Caracas y sus hermanos ayudantes. En el Nuevo Circo no se realizaba una corrida de toros sino una campaña de fe. Por eso, aunque a las 7 de la tarde, el recinto se hallaba repleto de público, la estrella de la noche no sería ni Ordóñez ni Paco Camino, sino un joven predicador portorriqueño de 26 años: Eugenio Jiménez Rivera.

La Iglesia Evangelista Universal cumplía así su Gran Campaña. Pagaba 500 bolívares diarios por el local, pero nada pedía. En la puerta del Nuevo Circo, debajo de los acostumbrados afiches de toros y toreros, esta vez no estaban los revendedores de localidades sino los evangelistas más convencidos vendiendo libros religiosos. Por las graderías y el redondel, no todos los asistentes vestían sus trabajes de fiesta. Junto a los de trajes aplanchados estaban los hombres y mujeres de prendas desteñidas; junto a los jóvenes en silencio, ancianos, madres con hijos casi recién nacidos. A veces, en torno a cualquiera, se divisaba un pequeño corro indiferente: se trataba de los enfermos graves, de inválidos llevados en sillas de rueda o improvisadas camillas por sus familiares.

Los parlantes seguían tocando música religiosa.

En el estrado, destinado a las orquestas o a los oradores, estaban los equipos eléctricos. Adelante de la tribuna, un gran letrero: “Jesús”. Por atrás, frases como esta: “No hay imposible para Dios”. Los evangélicos de 18 iglesias del área metropolitana estaban allí para confirmarlo. Los enfermos, sobre todo; los paralíticos y los ciegos; los epilépticos y los mudos. La corte de los milagros se había dado cita: todas las enfermedades estaban representadas. Ni la locura se había quedado en casa. Los familiares, desesperados, habían llevado sus locos a la fuerza, incluso amarrados. En tardes anteriores, después de las prédicas del hermano Jiménez, algunos habían alzado los brazos igual que en la leyenda bíblica: “Hermano, estoy sano. ¡Gracias a Dios! Hacían 5 años que no podía caminar y ahora camino. ¡Estoy sano! “Lo habían conseguido gracias a la fe. La fe podía más que todos los doctores.

El día sábado a las 6 de la tarde, los que habían ido en busca de Dios ya estaban en sus sitios. Los parlantes seguían tocando long-play religiosos. Detrás del estrado, los decanos de los pastores, daban las últimas instrucciones. A medida que iban llegando, después de un fraternal saludo, todos pasaban a un cuarto que en otras ocasiones sirve de camarines a los matadores. Era el cuarto de oración. Después de los ruegos, cada cual, llevando la especie de banderín rojo en el brazo, buscaban el sitio donde se hallaban los fieles de su iglesia.

Entonces comenzó a llover.

Fue una llovizna lenta como la que había caído en las tardes anteriores; quienes habían llevado cauchos se los pusieron o los extendieron como techos para que varios quedaran cubiertos. Cuando las gotas fueron más persistentes y rápidas, los más ágiles corrieron buscando las salidas; los más viejos y enfermos se quedaron en sus lugares. La lluvia, en cuestión de minutos, era decididamente violenta.

Los ya calados hasta los huesos, se acercaban a la reja del estrado y preguntaban, dominando la desesperación: “¿Ustedes creen que habrá prédica esta noche?”. Algún pastor salía debajo de la escalera, donde se estaba protegiendo, se empapaba en un instante, en el nombre de Dios: “Sí, hermano tenga paciencia. Esta lluvia termina pronto”. Por las localidades de sol y sombra, mirando a través de la luz desvaída por el chaparrón, podían divisarse montoncitos minúsculos, debajo de algún impermeable negro, o un diario, o nada.

AMENOS PRELIMINARES

Así llegaron, mojadas, las 7 de la noche. Se suavizó la lluvia. Los mojados quisieron levantarse para estrujarse un poco. Un pastor tomó el micrófono y los inmovilizó: “Se agradece al público permanecer en sus asientos”. Quienes se habían guarecido detrás, volvieron a subir. El Nuevo Circo recuperó su gente y los pastores repartieron una hoja con himnos. Detrás del estrado, donde un pastor local ya estaba leyendo parte de la Biblia, otros comentaban la campaña católica. La Iglesia del Cardenal Quintero no había recibido con indiferencia la noticia de las curaciones. Como primera medida, le había prohibido a sus feligreses asomarla nariz por los alrededores del Nuevo Circo. La Comisión Organizadora de la Iglesia Pentecostal, ni que lo hubiera organizado a propósito. En los mismos días que el padre Payton se aprestaba a hacer rezar el rosario en Los Próceres, se arrebataba el público, hacía milagros.

El pastor de turno ya estaba preparando el gran momento, haciendo gritar “amén” o haciendo cantar. Para que la religiosidad no bajara en ningún momento, decía por micrófono: “Que levanten la mano los que me están poniendo atención”. Miles de manos morenas y blancas se levantaban entonces. La mayoría, para demostrar su atención absoluta, tenían levantadas las dos. El pastor les hacía bajar las manos para que no se cansaran prematuramente. El coro seguía:

“Hay poder, poder –sin igual poder–.
en Jesús, quien murió
Hay poder, poder –sin igual poder–
en la sangre que El vertió”.

En ese momento, detrás del estrado, se produjo un murmullo. Una puerta, que da a la calle se había abierto. Con un maletín en la mano, esbelto, vistiendo un traje crema, un joven avanzaba por el suelo mojado. Elegante, peinado al lado, con figura de universitario, era el Hermano Jiménez. No cabía duda. Pasó directamente a otro camarín lateral, inmediatamente detrás de donde los toros salen hacia la muerte. Se quitó el impermeable y sonrió a los periodistas que ya estaban encima pidiéndole definiciones a su campaña, detalles de su vida. Todo.

EL HERMANO JIMENEZ

Con la desenvoltura que le ha dado el predicar desde los 14 años, contó la razón de su vida por milésima vez:

–Yo sufría epilepsia y otros males desde el día que nací. Era un ser repleto de complejos y una vez me quebré un brazo, para más desgracia. Mi madre gastaba en mí más que en los otros 6 hermanos juntos. Era el penúltimo y por el cual más sufría. Un día, como última providencia, pidió a Dios por mí. Yo mismo pensé intensamente en Dios, y a la salida de una escuela de Nueva York, una tarde sentí que Dios estaba conmigo. Sané. Mi agradecimiento me hizo sentir capaz de querer ayudar a mis conocidos, a cuantos pudiera, a la humanidad. Y comenzaron mis primeras experiencias de predicador. A los 14 años ya dejé de ir al colegio y me dediqué a predicar. En varias oportunidades me llamaron niño prodigio. Mis primeras experiencias importantes las hice con delincuentes jóvenes de Nueva York y Chicago. Desde entonces he visto cambiar, gracias a la fe, muchas vidas. Aparte de recorrer Estados Unidos, he estado en Canadá, México y casi todos los países de Centroamérica. Ahora vengo de Colombia y después de permanecer unos 3 meses en Venezuela, incluso visitando el interior, seguiré a otras islas del Caribe antes de saltar a Europa, de donde vengo siendo invitado desde 1952.

A Eugenio Jiménez, con el rostro con algunas cicatrices, aunque sonriente, no se le puede pedir que diga cual ha sido el milagro mayor alrededor suyo. Puede contar muchos. Su influencia, comienza en uno de sus hermanos, Raimundo Jiménez, un colérico menor que él que, con blusa corta de cuero y cortaplumas automática, fue por un tiempo, algo muy parecido a un delincuente. Eugenio influyó en él, y tanto, que ahora Raimundo lo imita haciendo campañas entre los jóvenes descarriados de su edad, Biblia en mano.

–Por desgracia, a veces se mal interpreta lo que es fruto exclusivo de la fe –alega Jiménez–. En este siglo, como en cualquiera otro, pasa lo que cuando Moisés. Se habla de fantasía y magia, cuando éstas no son de Dios. Yo no me canso de decir que no soy quien hace milagros: es la fe.

…Le preguntamos si para él hay diferencia entre fe y sugestión.

–La fe es espiritual y la sugestión es mental. La sugestión viene del subconciente.

Sobre la resistencia del catolicismo y otras religiones, dijo:

–Es natural. A un árbol sin fruta nadie le tira piedras. Por querer que la gente crea debemos pagar un precio. Si Cristo no se salvó de eso y fue, vituperado, ¿por qué no iba a sucedernos a nosotros? Por lo demás, toda verdad es resistida.

DOS MADRES

Jiménez comienza a referirse a la filosofía. El, que interrumpió sus estudios, ha seguido leyendo por su cuenta y la Sociedad de Cultura le dio el título de maestro en filosofía. “Todos los líderes religiosos –dice– debieran predicar el amor, sólo el amor. De lo demás la tierra está demasiado llena”. Sus lecturas, naturalmente, comienzan con la Biblia y prosiguen con cuántos textos huelen a Platón y a Séneca. El filósofo griego, aunque existió 400 años antes de Cristo, para Jiménez es como un heraldo. Cuando le preguntamos si su iglesia es tan anticomunista como la católica, mueve la cabeza: “Los evangélicos no nos metemos en política”. Sobre el amor también se manifiesta: “No crea, no soy enemigo del matrimonio. Cuando encuentre la hermana ideal me casaré”. Pero rehúso decir cuántas veces ha estado enamorado.

En el circo, mientras tanto, las oraciones y cánticos continúan. Jiménez quiere interrumpir la conversación. Generalmente él toma la palabra a las 7,30. Permanece media hora como número final de una velada de fe. Se está atrasando.

–¿Cuál la manifestación de alguna persona que más le ha impresionado en Venezuela?

–Tal vez del universitario que, después de oírme hablar se acercó y me dijo: “Perdone, señor. Yo quiero decirlo que siempre me he considerado ateo. Esta noche, sin embargo, creo en Dios”.

Jiménez, el hermano Jiménez como lo llaman todos, cuenta casos dramáticos vistos en otros lugares:

–Una noche, una madre se me acercó llorando, contándome que su hijo no podía vivir sin fumar marihuana. Todos los tratamientos médicos eran inútiles. Yo fui personalmente a convencer al hijo. Concurrió a los diversos actos que se realizaron en aquella campaña. Al final, había dejado de ser un vicioso.

Y otro caso en México:

–En una oportunidad yo iba en un jeep cuando un grupo de personas, sabedores, seguramente, que nosotros pasaríamos por allí [x] parar el vehículo. Se trataba de un grupo de hermanos que llevaban a una señora de cabello blanco en sus brazos: “Ayúdenos, aunque sea con su fe” me pidieron –esta es nuestra madre y hace 20 años que permanece loca. “Les pedí a todos que nos pusiéramos a orar. La enferma, al comienzo estaba furiosa. Poco a poco a medida que orábamos, se había ido aplacando. Al cabo de un buen rato, completamente tranquila comenzó a parpadear. Su rostro, de furioso se tornó en preocupado. Nosotros oramos más bajo. Ella comenzó a llorar como si, asustada, despertara de un largo sueño. Se volvió al hijo mayor y le dijo: “Higo, hijo mío, ¿dónde has estado tanto tiempo?”. La fe de sus hijos la había sanado.

COMO JOHNNY RAY

Volvimos al circo, donde la palabra Jesucristo, ya ha sido repetida más de cien veces. De vez en cuando, las manos, como en un parlamento, se levantan testificando la fe. Hay momentos en que los asistentes oran a ojos cerrados. Los enfermos que han sido llevados o concurrido por su cuenta parecen los alumnos de un colegio aplicado. Repiten cada frase con toda el alma. Un tenor, vuelve al micrófono para entonar un himno religioso. Es el último que cantará. Para que salga el Hermano Jiménez sólo faltan minutos. Cuando éste termina, las clásicas alcancías han dado sus vueltas por todas la graderías. Jiménez, con su traje casi blanco, avanza con paso nervioso. Para los asistentes que han estado pendientes que llegará ese momento, su presencia es saludada con fuertes aplausos como si se tratara del líder máximo de cualquier partido en concentración. Jiménez toma lugar detrás del micrófono. Comienza con palabras suaves, como un bolero, a dar gracias al Señor porque haya tantos esta noche a pesar de la intensa lluvia que los hará volver mojados a sus casas. Su voz se va levantando. No tiene un estilo diferente a los pastores que le han precedido. Hace repetir ciertas frases, cuenta historias, lee fragmentos bíblicos, comienza una canción. Antes de seguir da una buena noticia para los evangelistas: “El gobierno ha permitido que se siga la campaña”. Nuevos aplausos. Hay una tenue llovizna de nuevo, pero a nadie le importa. Los lisiados, cuanto más graves son, más cerca del estrado han sido colocados para que no pierdan palabra ni gesto. Jiménez nervioso, mueve el cuerpo con cierta violencia de rock. Alzando los brazos no alcanza a despeinarse, pero ahora, sin dejar de hablar, se parece más que nunca a Johnny Ray, el Cantante que Llora. El, eso sí, no está llorando. Ya está orando por los enfermos y la gente, con toda dedicación, sólo quiere hacerle coro a sus palabras. Las madres, cerrados los ojos tienen más apretados a los pequeños en sus brazos. Cuando llega el momento de levantar la mano hasta lo más enfermos levantan sus brazos delgadísimos y mugrientos. Los minutos han corrido mágicamente. Ha llegado la hora de cantar el himno. “El gran médico”. La última estrofa es la mayor promesa de la noche:

“Los sordos oyen, los ciegos ven,
pues Cristo es quien les habla.
Los cojos saltan y hablan bien,
por fe en su palabra”.

Un muchachito de 13 años, cerca nuestro, canta con los ojos cerrados; tiene también la señal roja en un brazo. Es Jorge García.

–¿Por qué eres evangélico?

–Porque me entregué al Señor.

LA HORA DE LOS MILAGROS

No hay tiempo de que diga otras frases hechas. Jiménez les está pidiendo a sus oyentes que se coloquen la mano en el lugar del cuerpo donde tienden la dolencia. Las 20 mil brazos al moverse con presteza producen un pequeño ruido apagado que no impide la continuación de las oraciones. Jiménez, tratando de ser más puro que nunca, le está pidiendo a Dios que saque de él lo endemoniado que pueda existir. Da gracias por eso una y otra vez y todos los asistentes, con las manos aún encima de la región del cuerpo enfermo, le ayudan. Ya es el final. Las gracias se repiten con voz ronca. Jiménez pide: “Los que no pueden andar que traten de hacerlo en este momento; los que no oyen, que traten de oír”. Cerca suyo, abajo en el redondel, alguien anda, se produce un murmullo. Hay gritos ahogados y los nombres comienzan a multiplicarse con una facilidad desconcertante. Cada cual quiere decir que ha sanado. Antonio Bravo estaba paralítico y dice que ahora se siente sano; Juan Tobar tira las muletas al aire y Jiménez promete que se las entregarán (Pasa a la Pág. 68)