UN JOVEN predicador de Puerto Rico ha logrado curar en esta capital, por acción directa de sus palabras, según información de los diarios, a un paralítico y a un enfermo de eczema. No hay novedad en tales curaciones, ya que desde hace siglos se vienen produciendo entre personas de inimpedida credulidad. Y aunque nunca se ha dado el caso de que a un mocho se le restaure la pierna, ni que al afectado de calvicie se le vea de pronto con el turbante de los perdidos cabellos. Las afecciones de la locomoción orgánica y de la piel, y hasta de la visión, parecen más susceptibles, en cambio, a los métodos milagrosos.
La verdadera novedad de los dos milagros realizados por el religioso de la querida isla del Caribe, consiste en que no se trata de un sacerdote católico ni de la intervención de próceres del Santoral. Todo ha sido obra de un ministro de la Iglesia Evangélica, una de las más difundidas dentro del vasto número de las sectas protestantes. En un país como el nuestro, esencialmente católico romano, llama la atención que un Ministro de la fe anglicana reúna copiosos auditorios de nativos, revelando algunos de ellos profunda confianza en su prédica. El fenómeno se explica al recordar al aumento de la población de Caracas y la intensificación de la propaganda entre nosotros de credos no subordinados a Roma. Parecería que las Iglesias de USA quisieran cobrarse en la América Hispana las fructíferas campañas del Catolicismo en la tierra de los Cuáqueros y de la Christian Science.
Mientras tanto los agnósticos y los ateos, cuyas filas también se engruesan día tras día, siguen contemplando la lucha interna del mundo cristiano. La atribuyen, con razón o sin ella, a la falta de solidez de las ideas basilares, tanto como al influjo irresistible de los intereses profanos. Los empeños de unificación de las ramificaciones del Cristianismo no prometen resultados halaqueños, pues cada una de las mismas adopta posiciones irreductibles. La fe se muestra menos dúctil que la razón en miles de ocasiones. Y eso que todas las religiones enfrentan ahora formidable enemigo común, nada dispuesto a celebrar compromisos.
El auditorio venezolano del predicador evangélico ha estado en su mayor parte constituido por enfermos de extraordinaria diversidad. Los ciegos, los tullidos, los tuberculosos, los pacientes de perturbaciones de los nervios, y la muchedumbre, en fin, de los carentes de salud, se han apresurado a averiguar qué suerte corren con el emisario de una fe distinta y de métodos curativos diferentes de los habituales. Por lo visto, las ansiedades del espíritu, las preocupaciones respecto al ultramundo, no han jugado ningún papel entre los oyentes de los mencionados sermones. Al acudir a escucharlos, la concurrencia ha tenido un propósito de orden médico, haciéndonos evocar el revuelo que hace años provocó en el país aquel doctor español para quien las punciones del trigémino representaban la mejor terapéutica. Una vez más se palpa así el pragmatismo de nuestros días, ajeno a los fervores místicos. En cierto modo Cristo, para su universal aceptación en los tiempos que corren, ha de ser médico, notable economista o consumado político. Un Cristo de amor y dolor como el de Velásquez, no impresiona vivamente a las masas de la actualidad.
El pastor de referencia hace hincapié en los poderes curativos del Salvador, más que en sus virtudes de alta jerarquía moral. Se revela, pues, hombre fundamentalmente práctico en sus actitudes religiosas, aspirando, por lo demás, a proveer de esperanzas a los incontables inválidos congregados en torno de su persona. ¿Y quién no se contenta de que los pobres enfermos conciban la posibilidad de recuperar las energías y las facultades que les han sido retiradas por no se sabe qué designios? Sanan unos pocos. En realidad muy pocos; el resto se llena de ilusiones más o menos duraderas, y alcanza de este modo el alivio temporal de sus tribulaciones. Algo es mejor que nada, –comentará el pensamiento del vulgo.
Al lado de las curaciones de tipo religioso, los caraqueños observamos otras. La frígida ciencia, en efecto, ha llevado a cabo durante la semana, y dentro del perímetro de Caracas, una curación que sólo figuradamente podemos calificar de milagrosa, ya que ciencia y milagro son términos incompatibles. En el Puesto de Primeros Auxilios del sector de Catia revivieron los internos de guardia a una criatura, víctima de asfixia y aparentemente muerta. Una semilla de mamón, atravesada en los conductos respiratorios, la había dejado exánime El corazón no le funcionaba, de acuerdo con declaración de los doctores. Sucesivos procedimientos aconsejados por el saber médico y empleados oportunamente, le “devolvieron la vida” por un par de horas a la chicuela de año y medio. Junto con los ejemplos de curación por la fe, la ciudad ha presenciado, por tanto un ejemplo de resurrección debido a la ciencia. De la manera más inesperada se ha establecido en la capital de la República una especie de torneo entre los sistemas bíblicos y los sistemas científicos. Llevándose la palma los segundos. Ello lo reconocemos con genuino respeto a los recursos espirituales, considerados a su vez perfectamente científicos.
Las gigantescas ciudades del presente se han convertido en incomparables muestrarios. Simultáneamente nos ofrecen infinidad de hechos iguales, parecidos, opuestos y aun contradictorios. Al fijarnos en los diarios acontecimientos de las metrópolis de nuestra época, hallaremos pruebas para todas las tesis, y a ratos nos enzarzaremos en una maraña de la cual se nos hará cuesta arriba zafarnos. La máxima fascinación de los centros superpoblados se reduce quizás al torbellino de verdades en que vamos envueltos. Si bien nos sentimos a menudo ofuscados y hasta ciegos, experimentamos al propio tiempo la seguridad de que luego se despejarán las incógnitas, gracias a nuestros humanos poderes de crear la luz.
El pastor evangélico de Boriquen y los facultativos de Catia se han desafiado sin saberlo, y sin saberlo terminarán por abrazarse.