–¿Qué?… No sonría todavía, como diciendo que Ud. está “muy por encima de esas cosas”. Además es una invitación que, aunque en este momento no quiera aceptarla, despertará su curiosidad. Ese monstruo dormitando que llevamos sobre la mente, y que a la menor provocación no vacila en clavar sus garras y acuciarnos, torturarnos hasta conseguir satisfacer sus propósitos. No importa que su satisfacción nos pueda causar la muerte. El no muere con nosotros, vive en todos y cada uno de los detalles que rompen la monotonía de la existencia. Una sombra fugaz, una palabra sugestiva. Tal vez se oculte tras una puerta que se cierra, presto a saltar sobre nuestra mente como un jinete de fuego.
Bullía la gente por los alrededores del Nuevo Circo, dando visos de feria de pueblo con sus infaltables puesteros de perros calientes, arepas, frutas, café. Me confundí con un grupo de mujeres en rebozadas que entraban en ese momento. Sus blancos pañuelos que llevaban sujetos bajo la barbilla contrastaban con sus vestidos negros y les prestaban un aire dramático a sus figuras.
Los hombres, muy formales, echaban de vez en cuando miradas de reojo, como para asegurarse de que sus vecinos apreciaban su formalidad y la aquietaban en su justo valor.
La vista del público abarrotando el Nuevo Circo siempre es impresionante. La muchedumbre había rebasado la capacidad, volcándose hacia la arena. Allí estaban estáticos, pendientes de las palabras de un jovenzuelo imberbe que hablaba con voz queda, suave, casi sollozante, cuando relataba los atentados o persecuciones de que había sido objeto en sus giras por los países hacia donde lo había llevado su ardiente inspiración de hacer retornar a las gentes equivocadas hacia la senda de la sencilla verdad.
Los reflectores que iluminaban con profusión el ambiente, restaban el elemento psicológico de las arenas del circo que hacían pensar a la gente allí reunida, que por un momento habían revivido las escenas bíblicas en que a los mártires los echaban a las arenas del circo romano, para ser devorados por los leones.
Si la escena hubiera estado iluminada por hachones encendidos que retorcieran sus llamas al paso de la brisa, haciéndola más primitiva, también se hubiera parecido a las consultas que se hacían a los oráculos, en donde una pitonisa hambreada e histérica creía leer en las llamas, o en el fondo de una copa, el destino que el consultante hubiera acatado resignado o feliz.
Mi deseo era sincero al acudir a la invitación. Llevaba las defensas mentales y emocionales abiertas a la comunión espiritual que esperaba hallar entre todas aquellas personas que creían, o por lo menos captar el efluvio magnético que se desprendiera del orador.
En esta época de pavitos frívolos e inadaptados, es atracción una figura joven que prometa hablar de cosas espirituales. Para las mujeres es como ver al hijo formal y seriecito como ellas tanto desearon.
Nada hay que llegue más al sentimentalismo fácil, como seguro impacto, como la inocente ovejita, que tenía habilidades para dejar en ridículo a quienes así le trataban y arrancar una sonrisa de conmiseración hacia aquellos y aplausos y aprobación para él.
–¿Cuántos venís con fé aquí?
Todos levantaban el brazo. ¿Cómo desentonar y ponerse en evidencia ante el vecino? Existe esa timidez o temor al ridículo que impide que nadie de sus oyentes se atreva a hacer recaer sobre él las miradas asombradas primero, hostiles después, que asaetarían al atrevido.
No había policía, es verdad, pero no faltaba una severa vigilancia.
Atentísimos cuidadores que ostentaban brazalete sobre sus camisas blancas, no perdían ojo al sector que vigilaban, y llamaban inmediatamente la atención a quien no escuchaba con el debido respeto y recogimiento las palabras del orador.
–…Vamos a invocar al Señor y pensar que cesarán nuestros males. Porque para Dios, todo es posible… –Continuaba el orador– …vamos a repetir todos con fe….
Ansiosa, concentrada, deseosa de que se operara en mi la fascinación para la cual estaba tan predispuesta, quería sentirme presa del encantamiento que suponía que debía emanar de su verbo en esos momentos.
A medida que avanzaba el discurso y la invocación, creía en dramatismo las inflexiones de su voz. Se hacía exigente en sus frases que repetía una y otra vez, más y más duras, con la fuerza de un mazo machacando la voluntad y el pensamiento. Con el temor de que se le escurrieran y escaparan de entre sus dientes apretados y su faz contraída.
Y repetía sin cesar: –¡porque Dios es Todopoderoso!.. ¡porque para Dios todo es posible!.. ¡Qué salgan los demonios!.. ¡Que cesen las enfermedades!.. repetía la muchedumbre una y otra vez. Era el tum-tum de los tambores africanos que sonaban hipnóticamente, enervantes y enloquecedores, nublando la razón y haciendo presa histérica de los seres que caen bajo su influjo.
Expectantes, nos mirábamos unos a otros, con disimulo, esperando ver manifestarse el primer milagro, y con el secreto temor de que fallara la temeraria invocación.
De pronto un grito agudo de mujer rompió las letanías.
–¡Ayyyyy… ¡¡Ayyyy!! ….. ¡¡¡Ayyyyy!!!
Miles de ojos se concentraron satisfechos y complacidos sobre la figura que con la faz contraída y el cabello revuelto, se retorcía sobre si misma desplomarse en la arena. Era una mujer delgada y morena, humilde de vestidos y de faz angulosa, que se desesperaba y jadeaba. Tres vigilantes acudieron a levantarla de la arena y ponerla en pié. La mujer volvía a caer de rodillas y a retorcerse las manos mientras sus gritos y pataleos traían a la mente con fuerza arrolladora, las pitonisas en sus trances. Mientras tanto las invocaciones llegaban a su término. Como un maestro que ha hecho repetir hasta el cansancio a sus alumnos, la lección del día, la tabla de multiplicar o la conjugación de un verbo, el orador descansó un momento. Luego, sonriente, invitó condescendiente y cariñoso a que el alumno se animara a repetir la lección.
–A ver…, vamos a ver cuántos milagros se han hecho esta noche…. cuantos han sido los curados… que se acerquen primero los sordos…. aquí, al pié de la tribuna… ¡así!… Vamos a ver Ud. ¿qué milagro se ha operado en su cuerpo?
Al punto se acercaba una madre con su hijito de seis años en brazos.
–¿Desde cuanto es sordo su hijo?
–De nacimiento –la respuesta de la madre era calmada y juiciosa. No había el menor asomo de emoción o lágrimas ante el maravilloso suceso.
–¿Lo hizo ver por los médicos?
–Si señor.
–¿En qué hospital.
–En el de niños.
–¿Y que le dijeron?
–Que por ahora no tenía cura.
–¿Y desde cuando comenzó a oír el niño?
–Recién, le hablé y me oyó.
–¿Cómo se llama Ud?
–Agripina de Martínez.
–¿Y el niño?
–Carlos Ramón.
–¿Dónde vive?
–Brisas a Pirineo 140.
–Muy bien, el Señor se ha manifestado, Amén. A ver Ud. ¿qué milagros ha hecho el Señor en su persona esta noche?
–Yo…
Y así desfilaban uno tras otros, tranquilos, seguros, dando nombres, fechas y direcciones como testimonio de su verdad.
Tanta calma, tanta frialdad para un hecho que verdaderamente hubiera sido milagroso, no es lógico.
–Una madre, ante el hecho de que su hijo ciego, sordo o paralítico, se cure de pronto y en circunstancias tan extraordinarias y Divinas, siente una emoción tan grande, tan profunda y es tal su turbación, palpa el álito Divino en una forma tan viva, que no hay fuerza capaz de acallar el llanto y el deseo de expresar a viva voz el hecho prodigioso. Nunca, jamás podría tomarlo con la calma con que he visto expresarse las pretendidas y pretendidos curados. Si hasta cuando resulta uno favorecido en alguna rifa, por pequeño que sea el premio, una fuerza más poderosa que la razón, la emoción viva, lo arrollaba todo para expresar en voz alta, la suerte que le ha escogido como feliz mortal. Se le ilumina el rostro y quiere hacer participe de su inmensa alegría a todos los presentes en su afán de comunicarles su sentir. Es lo humano, lo natural, pura lógica. No por invocar al Creador a gritos, bajarán los milagros como bajó el mana al pueblo hebreo en el desierto. El ofrecimiento del orador de que habrá milagros es una promesa atrevida, demasiado audaz por su desenfado con que lo dice, Milagros a plazo fijo.
Y en la puerta del Nuevo Circo, me detuvo una mujer delgada, pobremente vestida y de tex cetrina. Una niña se colgaba de su nervudo brazo.
–Figúrese Ud…. –comenzó a decirme –…que cuando vine a la primera reunión, yo estaba muy mal de los nervios, me mordía todos los brazos y me desgarraba las ropas… ahora ya no me pasa eso, me siento mas tranquila… si señor… más tranquila… –Y revoleaba sus redondos ojos mientras asistía con la cabeza.
El fresquecito de la noche y la humedad de la llovizna me produjo un ligero escalofrío. Me arrebujé en mi abrigo, levanté las [solanes?] para protegerme mejor y subí al bus que llegó en ese momento.
Sentí las miradas [e] curiosas y divertidas que dirigían los pasajeros y un momento aleteo en mis [x] tro una ligera sensación ridículo. Me rehice adoptado una expresión entre [x] va e impávida y creo que convencí.
(foto) Con sus enfermos, estos rostros de mujeres preocupadas reflejan esperanza ante la cura milagrosa.
(foto) El Hermano Jiménez en el Nuevo Circo. Mientras la Iglesia dice que se trate de un fraude, la gente exclama: “¡Milagro, milagro!”