Eugenio Jiménez, un puertorriqueño de veintiséis años, pastor de la secta protestante Evangélica Pentecostal, se presentó al Nuevo Circo como un Cristo apuesto y bien vestido, que usa reloj de pulsera y sortija. Cuando el pastor aparece, la abigarrada multitud hace temblar el viejo coliseo con atronadores aplausos y luego se sume en un silencio profundo, atento sólo a la palabra y los movimientos del pastor. Este cierra los ojos y entrecruza las manos, lo que la multitud imita, y comienza a invocar al Señor para que los tullidos se curen, los ciegos recobren la vista, los epilépticos no tengan sus terribles convulsiones, etc.
Estaba lloviendo torrencialmente, pero la gente se apretujaba a la entrada del Nuevo Circo para ocupar su puesto en el coliseo donde tradicionalmente se han matado toros o dos hombres se han liado a puñetazos sobre un ring de boxeo. Una anciana paralítica no logró que el pastor la hiciera caminar, pero regresó a su casa con la esperanza de que el milagro ocurriría un día u otro. Las gentes, para protegerse de la lluvia, utilizaron la clásica sombrilla, pedazos de cartón o de periódico o el caucho. Y para que todos recibieran la sanidad del espíritu santo, el pastor ordenó que levantaran las manos, con las palmas volteadas hacia afuera. Fue un gran espectáculo para un público sin esperanzas, pero con mucha fe.